jueves, 23 de agosto de 2007

Siesta en la plaza

Abrí los ojos y ahí estaba él, recortándose sobre el celeste de turno. Me gritó con sus clavos: que él se había sacrificado por mí, se había entregado a la muerte y al sufrimiento eterno para redimir mis pecados, y ahora era momento de la recompensa.
Indignada, le aullé que para mí nada significa la integridad física: (casi) cien siestas en (casi) cien parques me habían revelado la fugaz inesencia del cuerpo. Antes de pronunciar esa y otras fútiles frases más, sabía que mi incredulidad, y aun mi valentía, no modificarían el inminente desenlace.
Se llevó la mochila y las zapatillas, dejando atrás el verde del parque, la indiferencia de la ciudad, el alcance de mi vista cansada.

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