jueves, 19 de junio de 2008

"Huritkra" o “De cómo aprendí que se puede vivir la vida de otras maneras”

En un curso de gnoseología contemporánea que estoy haciendo, estamos estudiando justamente ahora, las distintas formas de vivir.
Pareciera que cada vez que se habla de “la vida” se habla de lo mismo sea la vida que sea, y cuando se habla de “vivir” el discurso se desarrolla como si hubiera una sola forma de hacerlo, pero aquí, en la isla de Huritkra, no tienen la educación primitiva que hay en el resto del mundo.
¿Qué me trajo hasta acá? Sigo pensando que no vine sola, algo me arrastró hasta estas costas.
La fortuita invitación de un familiar me llevó a Barcelona, y un premio que sortearon en la empresa donde trabajaba, a esta isla de tan extraño nombre.
Huritkra se encuentra al sur del archipiélago de las Canarias, y tiene la particularidad de aparecer en los mapas con distintos nombres (Uritkra, Huritkre, Huritckra).
Empleados resentidos con más antigüedad que yo aseguraron no estar al tanto de su existencia, y vaticinaban mi desgracia. Los saludé con tres besos en el cachete y me embarqué con la seguridad de estar haciendo algo nuevo y emocionante.
Lo primero que me llamó la atención fue la forma de hablar de los isleños, entre familiar y ajena, como si los hablantes tuvieran una forma mental distinta a la mía.
Su idioma oficial es el huirté, que es igual al español, excepto por cuatro palabras que distinguen cada uno de los pelos en el hocico de un gato. Comprobé explorando las bibliotecas, que los libros no tienen traducciones, sino subtítulos, que uno debiera leer simultáneamente con el texto original.
En principio tomé con naturalidad estos descubrimientos, decepcionada de que no hubiera nada misterioso, tétrico, ni de película de terror. Más adelante, entrando en comunicación con los huritkrenses, concluí que lo que tenían no podía llamarse comunicación: si bien comprendía cada palabra de su lengua, nadie articulaba una frase con sentido jamás. Era común escuchar al dueño del hotel decirme: “la tierra tiene forma de geoide, ¿usted llamó ayer?”, o “su perro es blanco pero nunca arreglamos el calefón”. Las frases no tenían conexión aparente, los nombres de los negocios que se veían en la calle eran del tipo:
EL OBISPO ANUNCIAN
JAMÁS SE DIJO BIEN
MIRANDO ES QUE SE
ALELUYA, GILBERT, NO
Los amantes no se decían dos veces “te amo”, en las despedidas nunca se escuchaba “adiós”; los clásicos “por favor” y “gracias” eran reemplazados por incoherencias que ni siquiera se repetían cada vez.
Al principio pensé que en realidad su lengua no era la española, aunque tuviera la misma fonética, sino otra igual, con los conceptos cambiados. Pero ni siquiera había un orden intrínseco ni patrón en ese disparate de frases, interjecciones y onomatopeyas. Conjeturé que en este lugar la lengua no tenía función comunicativa.
Al cumplir dos meses de estadía acá había pasado por varías teorías: que estaba en un país de poetas y lo que quieren expresar está más allá del discurso, que los huritkrenses tienen el poder de la telepatía y usan el habla solo para completar lo que no llegan a decirse con la mente, que quizás al partir en viaje a la pequeña y perdida isla no solo había cambiado de espacio sino también de tiempo, y me encontraba en un futuro donde internet y las telecomunicaciones hiperavanzadas habían deformado la lengua al punto de volverla inutilizable. Esta última la descarté rápidamente al comprobar que no había robots para cocinar y limpiar.
Quizás se trataba solo de un lugar donde la pedantería se había generalizado al punto que todo el mundo quería ser original todo el tiempo, y un continuo y absurdo temor por caer en lugares comunes motivaba tan estrafalaria forma de hablar. Ya no importa la causa.
Leo estas líneas 7 meses después de poner el último punto.
Antes dije que estaba estudiando las formas de vivir; bueno, estudiar es un decir. Los maestros hurtikrenses enseñan de una forma muy particular: haciendo en vez de hablando.
Luego de estar un tiempo en contacto con estas personas, uno empieza a entenderlos paulatinamente.
Me ensañaron que comprender el mecanismo de la creación del universo observando una mariposa batir sus alas en mi mano, no es una experiencia deleznable. Que rehuir a los amantes con soltura, inventar nuevos nudos solo para desanudarlos, desnudar de corbatas las pretensiones imaginarias y descreer de todo lo aprendido, eran instrucciones sueltas de una receta inmensurable, irreverente, por lo demás irrecomendable en el resto del mundo. Cuando hubiera visto en los paraguas los signos de lo masculino y lo femenino floreciendo frente a la solidaria fertilidad de la lluvia, habría aprendido otra de las infinitas formas de vivir, pero no en teoría, sino en práctica. Y esto no me lo dijeron ellos, me lo dije yo, o alguien adentro de mí. A veces leían con un ojo un libro, con el otro miraban las caras de los alumnos, con un oído escuchaban una música aún no compuesta, con la lengua se sacaban los restos del almuerzo. Otras veces se podía observar en su mirada el reflejo de los propios pensamientos traducidos a imágenes, los números tenían olores en sus ojos, las letras luz propia.
Empecé a pensar que me encontraba en un sueño del estilo del país de las maravillas, pero nunca terminé de pensarlo pues me encontré, de repente, diciéndole al dueño del hotel: “llegará el tiempo de volver, llegará, y azul se sienta usted sin más”.
¿Es que me había convertido en uno de ellos? La fugacidad de mi transcurrir develaba un extraño acomodamiento, pero, ¡qué bien se sentía! ¿Es que alguna vez había estado segura de mi existencia? ¿Me había enamorado? ¿Tenía un nombre arbitrario, una dirección, un documento? No parecía conocer las respuestas y no estaba desconsolada.
Antes de partir a casa, comprendí el sentido de la última frase pronunciada al dueño del hotel.