martes, 24 de julio de 2007

En el campo

Me miro al espejo. No hay movimiento ni sonido afuera. Dirijo la mirada a través de la ventana y ahí estoy yo al otro lado del patio de globos, conmoviéndome con la llegada de una vaquita de San Antonio que se había posado en el dorso de mi mano, y yo tratando de agarrarla para que abriera las alitas, que tanto me maravillaban, y terminando apoyándola sobre el cantero.
La sensación, casi un descubrimiento, de que era un ser vivo me ardió en distintas partes del cuerpo.
Pensé que nuestros ancestros y contemporáneos no-científicos distinguían y distinguimos a la vida por el movimiento y el sonido propios, y a la muerte por el silencio y la inmovilidad, lo que hace a uno de los tantos simbolismos que explican la música y la danza.
Yo y la ciudad, que se distingue como un sutil infinito emplumado, que me avasalla, pero la quiero. Saber lo que es la soledad, la soledad de ciudad, es algo que todo ser vivo debiera experimentar.